Los Bachilleres

El paso del tiempo puede tener muchos rostros. Dependiendo del estado de ánimo con el que se mire en determinado momento, puede ser un horroroso fantasma cargado con las cadenas de los fracasos y las culpas, o bien una flor que se quedó olvidada en un vaso muriendo de sed, un suspiro cargado de nostalgia, o el parpadeo de unos ojos hermosos que han estado contemplándote mientras maduras y envejeces.

Esa intensa mañana de noviembre me dejó la sensación, efectivamente, que los años transcurridos me hacían un guiño desde unos ojos morenos y me invitaban a agradecer el hecho de poder “contemplar” el ritmo sereno de una danza construida sobre menudos pasos, instantes fugaces, días de sol y de lluvia, caminos de fango y de flores, el rojo de la tierra, el verde multitonal de las montañas, el amarillo de las flores de diciembre y hasta el tedio de las esperas que inadvertidamente alimentan la esperanza.

Un año más, en la Ciudad de la Esperanza asistíamos a la graduación de una promoción más de Bachilleres, un grupo “complicado” de veintitantos muchachos que coronaban así, una etapa que a lo mejor en otros ambientes o en otras latitudes, no reviste la importancia que tiene para nosotros y la gente de nuestro entorno.  Pero para la mayoría de los graduandos, haber tenido acceso a la educación y terminar el ciclo de Nivel Medio, representaba todo un triunfo de cara a la normalidad de las situaciones adversas, la exclusión, los imposibles… Y mi corazón lo sabía, a pesar del cansancio que llevo pegado al cuerpo y al alma desde hace algunos meses.

Pero para la mayoría de los graduados, haber tenido acceso a la educación representaba todo un triunfo

En realidad, no presté mayor atención a los preparativos de la ceremonia por andar metido en otros asuntos hasta que llegó el día en cuestión: entonces estos chicos a cuyos rostros estaba acostumbrado de tanto verlos por días, meses y años, fueron asomándose radiantes al que había sido su refugio durante lo que se supone fue mucho tiempo y al lugar que, para alguno de ellos, significó su tabla de salvación frente a un naufragio seguro, pues las posibilidades de fracasar eran mayores que las de tener éxito.

No necesité entonces de mucho esfuerzo para hacer memoria y empezar a brillar con la luz que se asomaba a sus ojos y a sentirme inquieto con la emoción de los pajaritos que están a punto de echarse a volar. Hacer memoria desde el corazón, de lo que fue la vida y el proceso de cada uno de ellos, es también orar y dar las gracias por haber coincidido justamente en este pedazo de la historia y del universo.

Poder ver a Amanda: aquella muñequita que no sabía su edad, el primer día que me la encontré en el basurero cuidando de sus hermanitos, transformada doce años después en una hermosa mujer y con el alma cargada de sus propios sueños, es algo que no tiene precio.

Ahí estaba el “gamberro” de Mario, quien hasta el último momento me hizo pasar más de algún coraje… Y también estaba Johan, el chico que pensamos que jamás lo lograría,  y Dulce y Alex y Diana y el despistado de Kevin. Y aquel otro que había dejado de estudiar por dos años para ayudar a sostener a su familia y que me había confiado en algún momento su hambre y sus inquietudes; sí, ese que trabajó con esmero cuanto pudo para poder cumplirle a su madre y hermanas mientras juraba que llegaría a la meta… Todos con la prisa de darle un último alisado a la toga que alquilaron para el acto, sonrientes a más no poder, mientras poco a poco iban llegando los parientes y amigos convidados a la ceremonia.

-¿Cómo te sentís ahora que terminaste? -le pregunté a un chico cuya progresión en el plano humano nunca dejó de sorprenderme.

-Muy feliz y muy agradecido por haber tenido esta oportunidad -respondió.

-¿Y ahora qué vas a hacer? –continué-. ¿Pensaste ya en algo?

Y él, con los ojos iluminados, me respondió lleno de orgullo: -¡Me voy a la universidad a estudiar ingeniería!

¡Ay Dios!, si el abrazo que nos dimos pudiera describirse en palabras; si la fuerza y la calidez de su abrazo tuviera traducción al lenguaje común… Creo que en el interior de este muchacho habían ido madurando las semillas del afecto para germinar ese día en que los discursos están de más, porque hablan las miradas y los gestos.

Poquito a poco, se fueron desgranando los momentos que para aquellos que hemos crecido en la Ciudad de la Esperanza, nos sabían a gloria, mientras los espíritus se ensanchaban a más no poder ante la certeza del valor que tenía el haber llegado hasta ahí.

Hay cosas sin embargo, que por muy compenetrado de la situación que creyera estar, se habían escapado a mi comprensión profunda hasta no percibir lo que realmente ocurría detrás de un actoo cargado de los tradicionales y -para mí- odiosos formalismos:

Después del ingreso de los graduandos, la oración inicial, los honores a la bandera y los discursos correspondientes, llegó el momento de la entrega de los diplomas y la imposición de las estolas y los birretes. (Debo dejar constancia que nunca estuve de acuerdo con implementar este uso en nuestros actos, pero estos muchachos por causa de mis continuos despistes, me jugaron la vuelta. Al fin y al cabo, era la última que me hacían (eso espero al menos…).

Poquito a poco, se fueron desgranando los momentos que para aquellos que hemos crecido en la Ciudad de la Esperanza, nos sabían a gloria

Uno a uno fueron  llamados a la mesa desde donde se presidía la ceremonia, y cada uno recibía de mí unas palabras breves de aliento. Para cada uno distintas, según me inspiraba el verlos y reconstruir su historia: -“Que nada te detenga, seguí adelante, ánimo; -“Espero en seis años tener ante mí a una profesional universitaria; -“¿Ya viste que sí se pudo…? -Ellos sonreían y cada quien correspondía a su manera-.

Era realmente conmovedor ver a las madres de muchos de estos chicos abrazarles llorando de alegría. ¡Solo ellas y Dios sabrían cuánto habían esperado por que llegaran a la meta! Algunas sacaban de entre su humilde traje el anillo que llevaban escondido y que con tanto sacrificio habían comprado para obsequiarles ese día. Ellas: las heroínas calladas de siempre, con la piel desgastada por las penas y la pobreza, algunas envejecidas antes de tiempo, pero tocando con sus encallecidas manos el fruto de sus luchas y esperanzas. ¡Madres, benditas madres!

Se acercaba el turno de “J”… A medida que iban sonando los nombres y se aproximaba el suyo, el muchacho rompió a llorar sin poderse contener. Quienes conocíamos su historia entendíamos que este no podía ser sino un feliz desenlace y el feliz inicio de una nueva etapa para ese chico que creció dándose de puños con medio mundo, ganándole apuestas a la muerte que rondaba por su cuadra, escapando de la droga y de las pandillas enemigas, aprendiendo a querer la vida, descubriendo que había un camino mejor, aunque menos fácil, para vivir en dignidad. ¡J. lo había conseguido!

Sí, el muchachito pandillero que hace muchos años pensó en pegarme un tiro pero cambió de opinión y me tiene aquí contando el cuento, aquél de mirada hosca que desde sus ojos oscuros parecía estar siempre alerta ante cualquier señal de peligro, lloraba como un chiquillo mientras sus compañeros le vitoreaban cuando se dirigía hacia la mesa  a recibir  el premio a ese combate bien librado. ¿Qué podía decirle? Nada. Y por mucho que quisiera, las palabras se habían atorado en mi garganta mientras con los ojos empañados le miraba aproximarse.

Luego pasó Amanda con su carita de porcelana, y en mi imaginación,  junto a ella caminó la certeza de que había merecido la pena ir a parar al vertedero aquel, una mañana lluviosa de tantos años atrás. Después pasó Gerberth -con su nombre de compota y su sonriente rostro moreno- convertido en todo un hombre, pero no por el paso de los años, sino porque ahora sabía lo que significaba sobreponerse a la adversidad y a la marginación y al “no podrás” de su parentela, para demostrarse a sí mismo y a todos, que no existen imposibles cuando sueña tan profundo el corazón.

Ahora sabía lo que significaba sobreponerse a la adversidad y a la marginación y al “no podrás” de su parentela

Y por fin llegó el turno de Claudia, la hermana de Walter, el “Manteca”, aquel muchacho entrañable muerto un años y meses atrás por el arma de un narco; esa muerte que a todos nos dolió y que de nosotros se llevó a la tumba un trocito de vida y de alegría (mientras escribo estas líneas me doy cuenta de cuánto le extraño aún).

Ni ella ni yo podíamos evitar pensarle y hacer presente su imagen sonriente que se asomaba desde un rincón de la memoria más dulce y dolorosa,  para acompañarnos ese día. Ella era quien recogía en ese momento el testigo y asumía la tarea de sacar adelante a su hermano menor para hacer de él, un hombre de bien.

Ambos sabíamos que no eran necesarias las palabras, pues nuestras lágrimas hablaron por nosotros en esa complicidad que da el amar siempre en presente a quien físicamente se ha marchado y a quien rendíamos homenaje desde esa mezcla extraña de gozo y de nostalgia, que nos llevó a tomarnos de las manos un instante para, desde un acto de fe, desear que el futuro sea grato y justo, porque ella bien se lo merece.

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Es tarde ya. Mientras intento conciliar el sueño, en mi mente repaso las imágenes y las vivencias que trajo consigo esta jornada. Pienso también en todos los momentos difíciles que hemos tenido que atravesar para sostener esta obra, en lo que implica hacer un acto constante de fe en la Providencia que llega por caminos insospechados, en lo mal que la estamos pasando últimamente,  en la fatiga que supone a veces caminar junto a estos chicos y acompañarles para vencer tantos y tan singulares desafíos como tan diverso es cada uno de ellos… Después me giro de cara a la pared y sus rostros luminosos y e ilusionados me hacen un guiño y me sonríen una vez más.

Verdaderamente, por uno solo de ellos, ha merecido la pena la Ciudad de la Esperanza.