Visitamos la Casa Mantay para madres adolescentes en Perú
Testimonio de Marcos Ayala González
Entrando por las puertas de la Casa Mantay (en Perú), nos recibe una sonriente Raquel con ganas de enseñarnos la casa. Pasar de la calle al jardín, es pasar de la noche a la mañana y entrar en un ambiente de alegría. El ruido de niños revoltosos se percibe desde el primer segundo y las risotadas y los juegos invitan a entrar a un lugar diferente….
Agosto de 2014, San Jerónimo, Cusco-Perú
Entrando por las puertas de la Casa Mantay, nos recibe una sonriente Raquel (Directora de la Casa) con ganas de enseñarnos la casa y de mostrarnos su trabajo diario. Pasar de la calle al jardín, es pasar de la noche a la mañana y entrar en un ambiente de alegría. El ruido de niños revoltosos se percibe desde el primer segundo y las risotadas y los juegos invitan a entrar a un lugar diferente. Al traspasar la puerta principal, un patio rectangular de colores nos da la bienvenida. Mientras Raquel nos presenta a alguno de los miembros del equipo, un montón de ojos curiosos nos miran intentando averiguar quiénes somos. Son unos cuantos niños de no más de cuatro años que se detienen, entre carrera y carrera durante unos segundos, para comprobar que estamos mirándoles y que pueden seguir jugando haciendo como si nada, pero sintiéndose protagonistas de la visita. No se confunden, lo son.
Son las mamás de Mantay, las otras protagonistas de la casa.
Otros cuantos pares de ojos detienen su mirada en nosotros mientras también juegan a vaya uno a saber qué. Se ríen y esconden su mirada, vergonzosa y risueña al mismo tiempo, al cruce de la nuestra. Son también miradas infantiles, de niñas adolescentes casi recién salidas de la pubertad, pero en las que se puede vislumbrar cierta dureza y serenidad adulta. Son las mamás de Mantay, las otras protagonistas de la casa.
En total son 14 mamás con sus 14 niños (algunas embarazadas todavía) que conviven en un ambiente que recuerda a ratos a un jardín de infantes y otras veces a un instituto secundario lleno de posters y dedicatorias a los ídolos máximos de la adolescencia.
La casa es grande, suficiente para todas. En la parte de abajo están los espacios comunes como las oficinas, las salas de juegos y estudio, la cocina y el comedor. En un cuarto decorado como una guardería, nos presentan a los reyes de la casa, los bebés y los niños de dos años como máximo. No son más de cinco y están cuidados por una voluntaria alemana y una de las mamás. La emoción ante los desconocidos se desborda y estalla en una alegría nerviosa que pasa por presentarnos a sus juguetes, tirarse por los suelos, apretujarnos y pegar algún que otro grito. Antes de fomentar con nuestra presencia un desborde histérico, seguimos nuestra visita.
En el piso de arriba se encuentran las habitaciones. Algunas son compartidas y otras son individuales. Eso depende del tiempo que lleven las mamás en la casa. Las recién llegadas comparten habitación y las más veteranas ejercen de anfitrionas, lo que les permite entender a las primeras, que no están solas y que no son las únicas con una situación similar. Es el efecto del grupo, del igual, de la empatía. Aunque no todo es coser y cantar. También entre ellas se pelean, se juntan en grupitos, un día son las mejores amigas, y al otro día no quieren ni verse, también existen los roces, las enemistades, los reencuentros, las notitas de amistad y los amores platónicos compartidos… por suerte, no han perdido ese agridulce sentido de la omnipresencia que la adolescencia tiene del presente.
Además de estudiar es importante que aprendan a manejarse con sus bebés y a ser madres de una manera diferente al modelo que generalmente han tenido.
Raquel nos explica algunas de las dinámicas de la casa, de cómo se reparten las tareas, de cómo es el día a día… Las tareas se comparten y se deciden semanalmente. Todas participan en todo. Además de estudiar es importante que aprendan a manejarse con sus bebés y a ser madres de una manera diferente al modelo que generalmente han tenido. Eso pasa por cocinar, saber limpiar y asear a los niños, cuidar la habitación y el orden, pasa por preparar biberones y fregarlos, remendar la ropa de sus hijos y tenerla limpia para cuando se necesite. Pero también pasa por aprender a jugar con los niños, a contenerlos, a hacerles caso, a priorizar sus necesidades, y al mismo tiempo aprender a buscar ratos para ellas, ratos de intimidad y de autoconocimiento. El relato es agradable y está lleno de anécdotas y chistes. Se torna un poco más abrumador cuando Raquel comenta alguna de las historias que si bien son anónimas para nosotros, tienen nombre y apellido. Las historias no son fáciles, algunas son duras, muy duras. Como si fuera poco ser madre y niña al mismo tiempo, algunas vienen de lejos, algunas apenas hablan castellano, otras casi no saben leer y escribir, y otras ni siquiera consintieron la relación fruto de su embarazo. Por eso Mantay es diferente, porque a pesar de todo, es una casa, una familia.
Existe un taller de ropa y confección que permite a muchas de las madres egresadas (las que tienen más de 18 años), tener un oficio con el que sostenerse y que además es la primera piedra para uno de los principales objetivos de Mantay: SER AUTOSUSTENTABLES. Las ayudas gubernamentales son escasas, casi nulas, y mantener un proyecto de estas características no es fácil y tampoco barato. Fundamentalmente, se necesitan manos profesionales y rentadas, pues un proyecto así, no puede basarse ni en el voluntariado ni en la caridad.
Saliendo de casa Mantay nos despide una sonriente Raquel, agradecida por habernos enseñado la casa y mostrarnos su trabajo diario. Pasar del jardín a la calle es pasar de la mañana a la noche, dejando atrás un ambiente de alegría que nos empuja a seguir creyendo que Mantay, es una de esas pequeñas parcelas, donde la esperanza pasa de ser una ilusión, a ser una realidad.