Para mantener vigente la esperanza entre nosotros
Queridos amigos y amigas:
Estamos en esa época del año en que finalizadas las clases, hemos entrado en ese período en el cual la actividad es distinta pero no por ello menos importante, porque sabemos que el empeño por ayudar a construir la vida de cada uno de nuestros niños y niñas debe ser algo permanente.
Disminuye para muchos la tensión que supone las clases, los horarios, la preocupación por el rendimiento académico y los compromisos ligados a todo ese movimiento que exige el ritmo escolar. Este período de las vacaciones es también el tiempo adecuado para “ver” el surco que cada uno de nosotros ha abierto, el campo que juntos –cada uno desde su tarea y con sus talentos- hemos llenado de semillas de vida. Hacerlo exige tener una mirada contemplativa, una mirada desde el corazón, para reconocer que el esfuerzo sincero ha valido la pena, que si las semillas han sido buenas y la mano generosa al sembrarlas, entonces, tarde o temprano brotarán. Pero esta mirada (que supone una actitud de fe) debe llevarnos también a agradecer la oportunidad de haber contribuido a la transformación de la sociedad, a la humanización del mundo, a la realización de nuestra propia vocación de cristianos y de hijos de Dios.
Sin duda alguna, cada uno de nosotros ha cometido errores, se habrá sentido solo e incomprendido; también le habrá podido faltar en algún momento sentido humano y capacidad de comprensión, paciencia y tolerancia hacia los otros. La aventura de las comunidades humanas es así; ocurre sobre todo con aquellos grupos que desde el Evangelio creen y apuestan por las personas y por el Reino. Es también entonces el momento para la reflexión personal y de grupos, para la rectificación y la reconciliación consigo mismo, con los otros y con la realidad. Sobre todo si falló el amor…
Yo no quisiera imaginar que en algún momento llegáramos a tener recursos de sobra, pero que careciéramos de lo esencial, de aquello que hizo nacer a Comunidad Esperanza y que explica su presencia en medio de este pueblo: el amor. Amor que tiene muchas maneras de ser practicado y transmitido, pero que tiene una sola fuente y también una sola causa: Dios y el ser humano. Estamos aquí a causa del Dios de los pequeños, de los últimos. Su causa tiene que ser también la nuestra y eso rebasa toda diferencia que pudiese existir de pertenencia étnica, cultural, social o aún más, de pertenencia religiosa. Considero incluso que somos afortunados porque se nos está dando la oportunidad de trabajar y compartir el mismo sueño, a personas que pertenecemos a distintas comunidades cristianas para que podamos convencernos y proclamar al mundo que es posible la unidad, la tolerancia, la participación en la comunión de todos y todas en la tarea de construir la humanidad que Dios sueña, proclamando al mismo tiempo que la dignificación del ser humano está por encima de cualquier diferencia establecida con criterios muchas veces egoístas, injustos y temporales. Algún día nuestros chicos y chicas podrán contemplar la vida con ojos distintos. Mientras tanto, es nuestro este momento de gracia, este tiempo que nos ha sido dado para edificar algo distinto aunque sobre la marcha nos vayamos enterando que no resulta nada fácil y que el desafío de vivir en comunión, exige de todos y cada uno de nosotros una dosis muy grande de buena voluntad. No podemos ignorar que Jesús nos pide estar unidos a él, permanecer en su amor para estar unidos entre nosotros, y estar muy unidos entre nosotros para que el mundo crea en él, en el Dios del amor y en su proyecto para cada ser humano. Intentar dar una respuesta generosa supone ya todo un proceso de conversión, y esa respuesta es personal e intransferible (Jn. 17, 21-23)[1].
Estamos aquí a causa del Dios de los pequeños, de los últimos
Y ahora, me permito interpelarles: ¿Ha cambiado algo en nosotros?, ¿cuáles son las lecciones aprendidas?, ¿quiénes han sido nuestros mentores? Al comenzar el año les exhortaba a no quedarnos indiferentes ante lo que estaba ocurriendo a nuestro alrededor: la violencia creciente y la pobreza devorando la ilusión de mucha gente, la falta de escrúpulos de nuestra clase política y las profundas divisiones sociales de nuestro país. Ahora, cuando está finalizando, pregunto a todos y me pregunto a mí mismo por la huella que ha quedado en nuestra historia personal, las convicciones que han crecido en nuestra conciencia, la experiencia de Dios y lo que de ese Dios en el que decimos creer hemos encontrado en la historia, en el dolor y en la esperanza de nuestro pueblo.
Pero ese llamado pretendía ser algo más: el recordatorio que somos centinelas que deben advertir de los peligros que acechan la vida tan vulnerable de nuestros pequeños para defenderla y orientarla; que deben escrutar los signos de los tiempos (discernirlos) para animarles a soñar y empujarles a conquistar un mañana mejor en el que nadie quede fuera de las oportunidades; que deben despertar en ellos, a través de la acción educativa la capacidad de asombro, la valoración de la belleza, la bondad de la obra de Dios y de la obra humana. Entra también en juego la exigencia obvia de colaborar para hacer de ellos mujeres y hombres de bien, de ayudar a desencadenar procesos de maduración que les orienten hacia la búsqueda de la plenitud. Esta ingente y hermosa tarea no corresponde únicamente al psicólogo ni al sacerdote, sino a toda la comunidad (tendríamos que preguntarnos, entonces, cuál es el grado de madurez de los y las chicas que egresan de Comunidad Esperanza y examinar con toda humildad nuestro proceso personal de madurez).
Pero, ¿cómo lograr todo lo que buenamente ambicionamos sin sentirnos a cambio comprometidos con cada uno de ellos?; ¿es posible no sentir en nuestro corazón el gusto dulce-amargo que tiene su existencia y creernos para ellos y ellas educadores, orientadores y compañeros de camino?; ¿cómo creer que es posible, a pesar de los fracasos y las contradicciones?
¡Hay que dejarse herir por su dolor!
¡Hay que dejarse contagiar por su sencillez y su alegría!
¡Hay que dejarse abrazar y acariciar por su historia!
¿Cómo lograr todo lo que buenamente ambicionamos sin sentirnos a cambio comprometidos con cada uno de ellos?
Nadie debería tener el derecho de sentirse parte de Comunidad Esperanza y su aventura, si no ha llorado tal vez en silencio conmovido por alguna situación que ha lastimado a uno de sus hermanos más pequeños… (Mt. 25,32 ss)[2]. Nadie, cristiano católico o evangélico, podría en Comunidad Esperanza sentirse discípulo de Jesús si no le ha descubierto en lo profundo de algunos ojos y le ha abrazado en alguno de sus hijos e hijas más indefensos y menos amados y no ha sentido un mínimo de indignación ante las
[1] “Que todos sean uno, como tú, Padre, estás en mí y yo en ti; que también ellos sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me enviaste. Yo les di la gloria que tú me diste para que sean uno como lo somos nosotros. Yo en ellos y tú en mí, para que sean plenamente uno; para que el mundo conozca que tú me enviaste y los amaste como me amaste a mí”.
[2] En el Evangelio de Mateo se nos habla del juicio de las naciones, con un lenguaje propio de esa época y cultura. Permanece sin embargo inalterable el valor desde el cual será juzgada nuestra existencia: El amor de misericordia que hayamos mostrado hacia los más desfavorecidos. El amor de caridad es una constante en el mensaje de Jesús y de la comunidad cristiana.
Situaciones injustas que a muchos de ellos les toca vivir. Hay que dejarse herir. De esas heridas saludables, nacen los procesos de conversión que humanizan nuestra relación con nosotros mismos, los otros y el universo.
De esas heridas saludables, nacen los procesos de conversión que humanizan nuestra relación con nosotros mismos, los otros y el universo
La calidad de las cosas prácticas, la eficiencia en el trabajo, la capacidad profesional, están en función de la vida y deben contribuir a que haya “Vida en abundancia” (Jn. 10,10)[1]. Resulta imprescindible sustituir nuestras miradas parciales –a veces egoístas– por una mirada más amplia, impregnada de esperanza en la gente con la que compartimos la tarea cotidiana y en la gente para la que trabajamos.
Desde esta perspectiva es posible entender el valor de saber cuidar y compartir los recursos, el saber hacer las cosas, la necesidad imperante de ser creativos, audaces, dueños de una gran fantasía y de una profundo sentido de la vida. ¿Qué podríamos si no, transmitir a los demás?
Un pensamiento cariñoso y agradecido para cada uno de ustedes. En mi oración siempre están presentes. Un pensamiento lleno de afecto y gratitud también, para aquellos que se han desvelado, esforzado tanto, robado horas a su descanso para hacer que nosotros pudiéramos contar con lo necesario para llevar adelante nuestra misión. Dios ha sido nuestro compañero de camino.
Cobán, noviembre de 2009.
[1] “El ladrón no viene más que a robar, matar y destrozar. Yo vine para que tengan vida y la tengan en abundancia”.